sábado, 29 de septiembre de 2007

Reflexiones sobre el Domingo-Benedicto XVI


Homilia en la Catedral de San Esteban de Viena.

Queridos hermanos y hermanas:

"Sine dominico non possumus!" Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos vivir: así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitina, en la actual Túnez, cuando, sorprendidos en la celebración eucarística dominical, que estaba prohibida, fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué habían celebrado en domingo la función religiosa cristiana, sabiendo que esto se castigaba con la muerte. "Sine dominico non possumus".

En la palabra dominicum / dominico se encuentran entrelazados indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos aprender de nuevo a percibir. Está ante todo el don del Señor. Este don es él mismo, el Resucitado, cuyo contacto y cercanía los cristianos necesitan para ser de verdad cristianos. Sin embargo, no se trata sólo de un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da un centro, un orden interior a nuestro tiempo y, por tanto, a nuestra vida en su conjunto. Para aquellos cristianos la celebración eucarística dominical no era un precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida, la vida misma queda vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la vida misma su fundamento, su dignidad interior y su belleza.

Esa actitud de los cristianos de entonces, ¿tiene importancia también para nosotros, los cristianos de hoy? Sí, es válida también para nosotros, que necesitamos una relación que nos sostenga y dé orientación y contenido a nuestra vida. También nosotros necesitamos el contacto con el Resucitado, que nos sostiene más allá de la muerte. Necesitamos este encuentro que nos reúne, que nos da un espacio de libertad, que nos hace mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor creador de Dios, del cual provenimos y hacia el cual vamos en camino.

Si reflexionamos en el pasaje evangélico de hoy y escuchamos al Señor, que en él nos habla, nos asustamos. "Quien no renuncia a todas sus propiedades y no deja también todos sus lazos familiares, no puede ser mi discípulo". Quisiéramos objetar: pero, ¿qué dices, Señor? ¿Acaso el mundo no tiene precisamente necesidad de la familia? ¿Acaso no tiene necesidad del amor paterno y materno, del amor entre padres e hijos, entre el hombre y la mujer? ¿Acaso no tenemos necesidad del amor de la vida, de la alegría de vivir? ¿Acaso no hacen falta también personas que inviertan en los bienes de este mundo y construyan la tierra que nos ha sido dada, de modo que todos puedan participar de sus dones? ¿Acaso no nos ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo de la tierra y de sus bienes?

Si escuchamos mejor al Señor y, sobre todo, si lo escuchamos en el conjunto de todo lo que nos dice, entonces comprendemos que Jesús no exige a todos lo mismo. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de seguimiento proyectado para él. En el evangelio de hoy Jesús habla directamente de algo que no es tarea de las numerosas personas que se habían unido a él durante la peregrinación hacia Jerusalén, sino que es una llamada particular para los Doce. Estos, ante todo, deben superar el escándalo de la cruz; luego deben estar dispuestos a dejar verdaderamente todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los confines de la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de presunta erudición y de formación ficticia o verdadera, y ciertamente de modo especial a los pobres y a los sencillos, el Evangelio de Jesucristo. En su camino a lo largo del mundo, deben estar dispuestos a sufrir en primera persona el martirio, para dar así testimonio del Evangelio del Señor crucificado y resucitado.

Aunque, en esa peregrinación hacia Jerusalén, en la que va acompañado por una gran muchedumbre, la palabra de Jesús se dirige ante todo a los Doce, su llamada naturalmente alcanza, más allá del momento histórico, todos los siglos. En todos los tiempos llama a las personas a contar exclusivamente con él, a dejar todo lo demás y a estar totalmente a su disposición, para estar así a disposición de los otros; a crear oasis de amor desinteresado en un mundo en el que tantas veces parecen contar solamente el poder y el dinero. Demos gracias al Señor porque en todos los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor a él han dejado todo lo demás, convirtiéndose en signos luminosos de su amor. Basta pensar en personas como Benito y Escolástica, como Francisco y Clara de Asís, como Isabel de Hungría y Eduviges de Polonia, como Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila, hasta la madre Teresa de Calcuta y el padre Pío. Estas personas, con toda su vida, han sido una interpretación de la palabra de Jesús, que en ellos se hace cercana y comprensiva para nosotros. Oremos al Señor para que también en nuestro tiempo conceda a muchas personas la valentía para dejarlo todo, a fin de estar así a disposición de todos.

Pero si volvemos al Evangelio, podemos observar que el Señor no habla solamente de unos pocos y de su tarea particular; el núcleo de lo que dice vale para todos. En otra ocasión aclara así de qué cosa se trata, en definitiva: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?" (Lc 9, 24-25). Quien quiere sólo poseer su vida, tomarla sólo para sí mismo, la perderá. Sólo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras: sólo quien ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre salir de sí mismo, requiere olvidarse de sí mismo.

Quien mira hacia atrás para buscarse a sí mismo y quiere tener al otro solamente para sí, precisamente de este modo se pierde a sí mismo y pierde al otro. Sin este más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. "Quien pierda su vida por mí...", dice el Señor. Renunciar a nosotros mismos de modo más radical sólo es posible si con ello al final no caemos en el vacío, sino en las manos del Amor eterno. Sólo el amor de Dios, que se perdió a sí mismo entregándose a nosotros, nos permite ser libres también nosotros, perdernos, para así encontrar verdaderamente la vida.

Este es el núcleo del mensaje que el Señor quiere comunicarnos en el pasaje evangélico, aparentemente tan duro, de este domingo. Con su palabra nos da la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor del Dios hecho hombre. Reconocer esto es la sabiduría de la que habla la primera lectura de hoy. También vale aquí aquello de que de nada sirve todo el saber del mundo si no aprendemos a vivir, si no aprendemos qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida.
"Sine dominico non possumus!". Sin el Señor y el día que le pertenece no se realiza una vida plena. En nuestras sociedades occidentales el domingo se ha transformado en un fin de semana, en tiempo libre. Ciertamente, el tiempo libre, especialmente con la prisa del mundo moderno, es algo bello y necesario, como lo sabemos todos. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del que provenga una orientación para el conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece ni nos recrea. El tiempo libre necesita un centro: el encuentro con Aquel que es nuestro origen y nuestra meta. Mi gran predecesor en la sede episcopal de Munich y Freising, el cardenal Faulhaber, lo expresó en cierta ocasión de la siguiente manera: "Da al alma su domingo, da al domingo su alma".

Precisamente porque, en su sentido profundo, en el domingo se trata del encuentro, en la Palabra y en el Sacramento, con Cristo resucitado, el rayo de este día abarca toda la realidad. Los primeros cristianos celebraban el primer día de la semana como día del Señor porque era el día de la Resurrección. Sin embargo, muy pronto la Iglesia tomó conciencia también del hecho de que el primer día de la semana es el día de la mañana de la creación, el día en que Dios dijo: "Hágase la luz" (Gn 1, 3). Por eso, en la Iglesia el domingo es también la fiesta semanal de la creación, la fiesta de la acción de gracias y de la alegría por la creación de Dios.

En una época, en la que, a causa de nuestras intervenciones humanas, la creación parece expuesta a múltiples peligros, deberíamos acoger conscientemente también esta dimensión del domingo. Más tarde, para la Iglesia primitiva, el primer día asimiló progresivamente también la herencia del séptimo día, del sabbat. Participamos en el descanso de Dios, un descanso que abraza a todos los hombres. Así percibimos en este día algo de la libertad y de la igualdad de todas las criaturas de Dios.

En la oración de este domingo recordamos ante todo que Dios, mediante su Hijo, nos ha redimido y adoptado como hijos amados. Luego le pedimos que mire con benevolencia a los creyentes en Cristo y que nos conceda la verdadera libertad y la vida eterna. Pedimos a Dios que nos mire con bondad. Nosotros mismos necesitamos esa mirada de bondad, no sólo el domingo, sino también en la vida de cada día. Al orar sabemos que esa mirada ya nos ha sido donada; más aún, sabemos que Dios nos ha adoptado como hijos, nos ha acogido verdaderamente en la comunión con él mismo.

Ser hijo significa —lo sabía muy bien la Iglesia primitiva— ser una persona libre; no un esclavo, sino un miembro de la familia. Y significa ser heredero. Si pertenecemos al Dios que es el poder sobre todo poder, entonces no tenemos miedo y somos libres; entonces somos herederos. La herencia que él nos ha dejado es él mismo, su amor.

¡Sí, Señor, haz que este conocimiento penetre profundamente en nuestra alma, para que así aprendamos el gozo de los redimidos! Amén.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Pange Lingua de Mocedades


Pincha aqui y veras este maravilloso video musical.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

SAN FRANCISCO DE ASÍS-NOVENA

ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS

Bienaventurado Padre San Francisco, dirigid compasiva mirada desde el excelso trono de vuestra gloria y rogad por vuestro pueblo; por este pueblo que habéis escogido para que en todo tiempo sirva delante de Vos en el ministerio del Señor. Así sea.


DÍA PRIMERO
Admirable Padre San Francisco, ángel de paz y heraldo del Rey de reyes, que con vuestras virtudes sois una de las mayores glorias de la Iglesia, obtenedme por vuestras llagas y por vuestras grandezas, las virtudes propias de mi estado y la gracia que os pido, si es la voluntad de Dios. Padrenuestro, Avemaría y Gloria.


DÍA SEGUNDO

Glorioso Padre San Francisco, Arca de santidad y fundador de la Orden Seráfica, por lo cual sois aclamado grandioso Padre de ingentes multitudes en vuestras tres Ordenes de Menores, de religiosas franciscanas y de terciarios, alcanzadme el menosprecio del mundo y el deseo de las cosas celestiales. Padrenuestro, Avemaría y Gloria


DÍA TERCERO

Seráfico Padre San Francisco devotísimo de la Reina de los cielos, de la que recibisteis inefables bondades y la proclamasteis Patrona de vuestras obras, obtenedme la filial devoción a la Inmaculada Virgen María en tanto grado como es la voluntad de Dios. Padrenuestro, Avemaría y Gloria


DÍA CUARTO
Santísimo Padre San Francisco, imitador del Hijo de Dios y copia exacta de Jesús, que por los copiosos dones de gracia que habéis recibido y por vuestra semejanza al Divino Redentor sois llamado Nuevo Cristo, haced que imite vuestros ejemplos para copiar más exactamente a Jesús, divino modelo de los predestinados. Padrenuestro, Avemaría y Gloria.


DÍA QUINTO
Pacientísimo Padre San Francisco, serafín abrasado y amante de la cruz, que fuisteis favorecido por Jesús con la impresión de las sagradas llagas en vuestro cuerpo, alcanzadme que lleve incesantemente la cruz y haga frutos dignos de penitencia. Padrenuestro, Avemaría y Gloria.


DÍA SEXTO
Maravilloso Padre San Francisco, modelo de la perfección, que ocupáis en el cielo el lugar más elevado que perdió el más alto de los ángeles caídos, velad por vuestros hijos y devotos y haced que obtengan siempre las misericordias del Señor con vuestra amable bendición. Padrenuestro, Avemaría y Gloria.


DÍA SÉPTIMO
de los que se acogen a vuestro patrocinio y es vuestra eficacísima protección, lograd que se cumplan en mi las promesas hechas a vuestros hijos, de que ninguno se condenaría vistiendo dignamente el hábito, sino que obtendría la misericordia arrepintiéndose de sus pecados. Padrenuestro, Avemaría y Gloria.


DÍA OCTAVO

Devotísimo Padre San Francisco, que sois "el santo más amante del Sagrado Corazón de Jesús, la víctima más identificada con El y el alma que se ofrece continuamente a la Justicia divina para obtener en El y por El misericordia para los pecadores y amor y gracia para las almas religiosas", acrecentad en mi el perfecto amor de Dios y del prójimo. Padrenuestro, Avemaría y Gloria


DÍA NOVENO
Poderosísimo Padre San Francisco, auxilio de los que os invocan, que por querer de Dios libráis del Purgatorio las almas de vuestros hijos y lográis su entrada en el paraíso, hacedme verdadero hijo vuestro, para que merezca siempre vuestra valiosísima protección. Padrenuestro, Avemaría y Gloria.


ORACIÓN FINAL
Perfeccionad, Padre Seráfico, la viña que vuestras manos han plantado y escuchad las súplicas de vuestros hijos.


Padre mío San Francisco, rogad y bendecid a vuestros hijos y devotos. Amén.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Ante la profanación del Santísimo en Fuensalida – Mons. Antonio Cañizares Llovera


Queridos hermanos y hermanas en el Señor:


Hoy no presidimos ninguno de los Obispos la Santa Misa en nuestra Catedral. Nos encontramos los tres en Fuensalida, a donde hemos acudido para celebrar la Eucaristía con la comunidad cristiana de este querido pueblo que sufre con la profanación del Santísimo en una de sus iglesias.


Vamos allí, con profundo dolor, a presidir los actos de desagravio, expiación y reparación por este terrible pecado de sacrilegio perpetrado contra lo más santo, lo más importante, lo más central: nada menos que el cuerpo de Cristo, Cristo mismo en persona, el Hijo único de Dios que nació de la Santísima Virgen María, que se entrega por nosotros, que nos ha amado y ama hasta el extremo, que nos redime y nos salva.


El sagrario y dentro de él el Cuerpo del Señor han sido robados y profanados. Es un escarnio gravísimo contra el Señor, es un tratar de destruirlo de nuevo, es un rechazarlo de plano, es tantas cosas contra Él, que, sin embargo, quiere a todos, incluso a los que de esta manera le maltratan: por ellos y por todos ha dado su vida; para ellos y para todos pidió y sigue pidiendo el perdón en la Cruz, porque no saben lo que hacen, a pesar de la maldad de su acción y de su odio contra Él; si supieran Quién es Él, ¿cómo iban a hacerlo? ¿Cabe un corazón tan destruido que pueda actuar así ante ese Corazón tan inmenso, el de Jesús, que ha dado su vida por nosotros? Tras esta profanación, se reconozca o no, existe una actitud de odio: de odio contra Dios y su Hijo Jesucristo venido en carne, de odio contra la fe y la Iglesia Católica. El odio, además de envilecer el corazón de los hombres que odian, genera odio y violencia. No es así lo que vemos en Jesús que es Amor, misericordia y compasión sin límites, que perdona siempre y nos manda a sus discípulos amar a los enemigos, orar por los que nos odian y persiguen; así se edifica una sociedad que verdaderamente es capaz de vivir en convivencia, en el respeto a todos.


Con toda la comunidad eclesial que vive en Fuensalida celebraremos los actos de expiación: Eucaristía, adoración al Santísimo, procesión con el Cuerpo de Cristo por las calles de Fuensalida hasta la ermita donde ha sido profanado, proclamando la fe en Él, alabándolo y adorándolo, y pidiéndole por quienes de esta manera le han ultrajado, así como por todo el mundo y cuantos viven de espaldas a Él y le ofenden. Pido a todos que os unáis a nosotros con actos de desagravio y reparación desde la Catedral Primada, y desde todos los pueblos y comunidades de nuestra Diócesis toledana, tan hondamente arraigada en el Cuerpo de Cristo.


En muy poco tiempo la diócesis de Toledo ha sufrido con profundísimo dolor y pleno rechazo varias profanaciones similares de robo y ultraje al Santísimo Sacramento en diversos pueblos. Nunca debería haber acontecido ninguna de ellas; son ya muy demasiadas, con todo, como para que callemos. No se nos diga que el móvil es el robo. No seamos ingenuos; no se nos diga que se han perpetrado estos delitos por dinero, porque apenas significa nada el valor o lucro económico de estos robos. Hay una clara intencionalidad que vulnera el respeto a lo más santo de la Iglesia y del mundo: Jesucristo, realmente presente en la Eucaristía, centro de la fe católica, fuente y culmen de la vida de la Iglesia. Es un ataque a la libertad religiosa en su núcleo más íntimo; un delito contra el derecho fundamental e inalienable de la libertad religiosa que, en este caso, es más que el herir los sentimientos religiosos de unas personas que profesan un determinado credo; es un delito contra la realidad misma que nos sustenta: Jesucristo en persona; la Sagrada Hostia no es un símbolo es nada menos que el Hijo de Dios hecho carne realmente.


Este desgraciadísimo y deleznable hecho ocurre al mismo tiempo que en Ibiza y en Madrid se están llevando a cabo, aunque de distinto modo y alcance, manifestaciones o muestras atentatorias contra el derecho fundamental, garantizado en la Constitución, a la libertad religiosa, contra la fe y la Iglesia Católica, subvencionadas para mayor escarnio con dinero público, en Ibiza y en Madrid (en Ibiza, además, en un templo desacralizado). Son muchas ya las muestras de una agresión multiplicada contra la libertad religiosa que les corresponde a los católicos y la Iglesia Católica, como a cualquier otra Religión. Esto debe cortarse. No se compare esta libertad, que está en la base de todas las libertades, con otro tipo de libertad: de expresión, artística, etc. Un país donde no es respetado el derecho fundamental a la libertad religiosa camina a la deriva; si, además, este derecho está tutelado por la Constitución y una Ley Orgánica que la desarrolla en este punto, el Estado de derecho debe actuar en esa salvaguardia y en las medidas que corresponda aplicar. Pedimos y exigimos esto en bien de nuestra sociedad. ¿Es mucho pedir?


En Dios y el respeto a Dios es donde está el futuro del hombre. Pretender edificar la historia y el futuro del hombre contra Dios, es edificar un futuro contra el hombre. Colaboremos todos a que ese futuro no se quiebre y que sea verdadero, humano y humanizados: respetando a Dios manifestado y entregado en su Hijo Jesucristo, respetaremos al hombre.


Vivimos tiempos de prueba, y en ellos hemos de ofrecer el testimonio de nuestra fe, la valentía y la perseverancia, el perdón y la oración por los que nos odien o persigan. Así lo hicieron también los 498 mártires de la Persecución religiosa que serán beatificados el próximo día 28 de octubre. A ellos nos encomendamos; ellos son aliento de vida cristiana y testimonio de perdón.


+ Antonio Cañizares Llovera
Cardenal Arzobispo de Toledo
Primado de España

lunes, 17 de septiembre de 2007

Jesús de Nazaret por Juan Manuel de Prada de ABC

En el prólogo a su más reciente libro, Jesús de Nazaret (La Esfera de los Libros), Benedicto XVI renuncia modestamente a su infalibilidad papal. No desea que su obra, pese a penetrar en el más íntimo meollo de la fe, sea considerado un acto de magisterio, sino «únicamente expresión de un búsqueda personal del rostro del Señor». En esa renuncia creo que se resume la actitud intelectual de Ratzinger, un teólogo deseoso de confrontar los misterios de la fe con los retos de la razón, deseoso también de incardinar esos misterios en el debate de nuestro tiempo.

El libro de Ratzinger está concebido como una refutación respetuosa de los estudios exgéticos que han agrandado la grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe». Para su autor, la fe en Cristo pierde su significado primordial, su razón de ser, si desligamos al hombre Jesús de la imagen que de Él nos muestran los Evangelios; sin su enraizamiento en Dios, la persona de Jesús se torna vaga, delicuescente, irreal en definitiva. Cierta exégesis -y con ella, la cultura predominante- ha querido convertir a Jesús en un rabí que expone enseñanzas éticas y una teología simplificada con parábolas fácilmente inteligibles.


Pero nadie hubiese crucificado a un rabino que relata amenas historias de trasfondo moral; a Jesús lo crucifican porque se declara sin ambages Hijo de Dios. Jesús no era tan sólo un moralista, ni siquiera el fundador de una nueva religión; el tema más profundo de su predicación es su propio misterio, el misterio del Hijo, que trae el Reino de Dios al mundo, que hace presente a Dios en medio de los hombres. No hay interpretación más traicionera de Jesús -viene a decirnos Ratzinger- que aquella que pretende presentar el todo por la parte; sobre todo cuando esa parte limita y empobrece la figura de Jesús, mutilando su naturaleza.Jesús no puede entenderse si antes no se comprende su íntima comunión con el Padre. Esta es la tesis última que nos propone el libro de Benedicto XVI, que no es un libro escrito contra la exégesis moderna, sino que por el contrario incorpora sus valiosas aportaciones. Pero la mera aproximación histórica o crítica, desgajada de una aproximación desde la fe, convierte los Evangelios en letra muerta, en un mero repertorio de máximas éticas.


En apenas veinte años tras la muerte de Jesús, las primitivas comunidades cristianas ya habían elaborado una cristología compleja y perfectamente desarrollada, como queda patente en la Carta a los Filipenses. ¿Cómo puede explicarse que grupos todavía pequeños, impregnados de una cultura pagana o inmersos en el judaísmo, integrados por gentes legas en asuntos teológicos, hubiesen alcanzado tal grado de complejidad intelectual? ¿No resulta acaso más lógico y convincente, antes que atribuir esta cristología tan elaborada a una fabricación meramente humana, suponer que su grandeza residía precisamente en su origen, en la propia figura de Jesús, que había hecho añicos las categorías humanas?Cuando analiza el pasaje de las tentaciones de Jesús, Benedicto XVI nos brinda la clave para entender la razón de esas visiones limitadoras que prescinden del Jesús de la fe.


Y la clave es, a la postre, el núcleo de toda tentación, que no es otro tratar de poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconociendo como verdaderas sólo las realidades materiales y postergando el misterio, como si fuese algo ilusorio, incluso superfluo o molesto. En Jesús de Nazaret, mediante una catequesis riquísima en significaciones sobre el Sermón de la Montaña, sobre el Padrenuestro, sobre las principales parábolas de Jesús, sobre las grandes imágenes del Evangelio de Juan, sobre los nombres con los que Jesús se designa a sí mismo, Benedicto XVI nos permite adentrarnos en el misterio del Hijo que viene a traer el Reino de Dios, que Él mismo es ese Reino, encarnado en la frágil sustancia humana.


Y lo hace, además, en un estilo frugal, matinal, candeal, de una limpidez que hace de las más arduas cuestiones teológicas un ameno y practicable paisaje. Cuando cerramos este hermoso libro ya podemos, como Pedro, responder a la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

Divina Misericordia

La Imagen

El primer elemento de la Devoción a la Divina Misericordia que fue revelado a la Hermana Faustina fue la Imagen, el 22 de Febrero del 1931. Jesús se le aparece con rayos de luz irradiando desde su Corazón y le dice:

"Pinta una imagen según el modelo que vez, y firma: "Jesús, en ti confío". Deseo que esta imagen sea venerada primero en su capilla y luego en el mundo entero." (Diario 47)

"Prometo que el alma que venere esta imagen no perecerá. También prometo, ya aquí en la tierra, la victoria sobre los enemigos y, sobre todo, a la hora de la muerta. Yo Mismo la defenderé como Mi gloria." (Diario 48)

"Ofrezco a los hombres un recipiente con el que han de venir a la Fuente de la Misericordia para recoger gracias. Este recipiente es esta imagen con la firma: Jesús en Ti confío". (Diario 327)

"Los dos rayos significan la Sangre y el Agua. El rayo pálido simboliza el Agua que justifica las almas. EL rayo rojo simboliza la Sangre que es la vida de las almas…"."Ambos rayos brotaron de las entrañas más profundas de Mi misericordia cuando Mi Corazón agonizado fue abierto en la cruz por la lanza."

"Estos rayos protegen a las almas de la indignación Mi Padre. Bienaventurado quien viva a la sombra de ellos, por que no le alcanzará la mano justa de Dios." (Diario 299)

No en la belleza del color, ni en la del pincel, está la grandeza de esta imagen, sino en Mi gracia." (Diario 313)

"A través de esta imagen concederé muchas gracias a las almas, ella ha de recordar a los hombres las exigencias de Mi misericordia, porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil." Diario (742)

En estos textos se explica la doctrina de la Iglesia en cuanto a imágenes, la justificación y la gracia. Primero, por si sola una imagen es meramente una pintura, no importa cuan hermosa y expresiva. Sin embargo, puede señalarnos los misterios de la fe y disponernos a recibir aquello que representan, en este caso la Divina Misericordia.

Es por tanto el recipiente, no la fuente, un recordatorio, no la realidad. Esta realidad es la fuente misericordiosa de gracias que mana del Corazón traspasado de Cristo en la Cruz, y que mana visiblemente para representar lo visible, es decir lo sacramental, los signos de gracia, el Bautismo y la Eucaristía, representando todos los sacramentos de la Iglesia. Por ende, San Juan en su primera epístola insiste en la presencia de lo invisible con lo visible, el Espíritu con el Agua y la Sangre.

La imagen también nos recuerda que la salvación no es sólo por la fe, pero por obras y caridad también. Hay que tener fe para ver y creer en lo que significa la Imagen, la Divina Misericordia derramándose de Cristo en la Cruz, pero hay que ser misericordioso, el amor que va más allá los estrictos requisitos de la justicia, para atraer la Misericordia hacia sí mismo. "Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden" (Mt 7:2). La imagen del costado traspasado de Jesús derramando sangre y agua nos recuerda que la Cruz, el amor en acción es el precio de la misericordia. "Que, como yo os he amado, así os améis los unos a los otros." (Jn 13:34)

domingo, 9 de septiembre de 2007

Homilia del Papa en el Agorá de los Jovenes Italianos

Queridos hermanos y hermanas; queridos jóvenes amigos:

Después de la vigilia de esta noche, nuestro encuentro en Loreto se concluye ahora en torno al altar con la solemne celebración eucarística. Una vez más os saludo cordialmente a todos. Saludo en especial a los obispos y doy las gracias al arzobispo Angelo Bagnasco, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes. Saludo al arzobispo de Loreto, que nos ha acogido con afecto y solicitud. Saludo a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los que han preparado con esmero esta importante manifestación de fe. Saludo con deferencia a las autoridades civiles y militares presentes, y de modo particular al vicepresidente del Gobierno, hon. Franceso Rutelli.


Este es realmente un día de gracia. Las lecturas que acabamos de escuchar nos ayudan a comprender cuán maravillosa es la obra que ha realizado el Señor al reunirnos aquí, en Loreto, en tan gran número y en un clima jubiloso de oración y de fiesta. Con nuestro encuentro en el santuario de la Virgen se hacen realidad, en cierto sentido, las palabras de la carta a los Hebreos: "Os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo" (Hb 12, 22).


Al celebrar la Eucaristía a la sombra de la Santa Casa, también nosotros nos hemos acercado a la "reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos" (Hb 12, 23). Así podemos experimentar la alegría de encontrarnos ante "Dios, juez universal, y los espíritus de los justos llegados ya a su consumación" (Hb 12, 23). Con María, Madre del Redentor y Madre nuestra, vamos sobre todo al encuentro del "mediador de la nueva Alianza" (Hb 12, 24).
El Padre celestial, que muchas veces y de muchos modos habló a los hombres (cf. Hb 1, 1), ofreciendo su alianza y encontrando a menudo resistencias y rechazos, en la plenitud de los tiempos quiso establecer con los hombres un pacto nuevo, definitivo e irrevocable, sellándolo con la sangre de su Hijo unigénito, muerto y resucitado para la salvación de la humanidad entera.
Jesucristo, Dios hecho hombre, asumió en María nuestra misma carne, tomó parte en nuestra vida y quiso compartir nuestra historia. Para realizar su alianza, Dios buscó un corazón joven y lo encontró en María, "una joven".


También hoy Dios busca corazones jóvenes, busca jóvenes de corazón grande, capaces de hacerle espacio a él en su vida para ser protagonistas de la nueva Alianza. Para acoger una propuesta fascinante como la que nos hace Jesús, para establecer una alianza con él, hace falta ser jóvenes interiormente, capaces de dejarse interpelar por su novedad, para emprender con él caminos nuevos.


Jesús tiene predilección por los jóvenes, como lo pone de manifiesto el diálogo con el joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22); respeta su libertad, pero nunca se cansa de proponerles metas más altas para su vida: la novedad del Evangelio y la belleza de una conducta santa. Siguiendo el ejemplo de su Señor, la Iglesia tiene esa misma actitud. Por eso, queridos jóvenes, os mira con inmenso afecto; está cerca de vosotros en los momentos de alegría y de fiesta, al igual que en los de prueba y desvarío; os sostiene con los dones de la gracia sacramental y os acompaña en el discernimiento de vuestra vocación.


Queridos jóvenes, dejaos implicar en la vida nueva que brota del encuentro con Cristo y podréis ser apóstoles de su paz en vuestras familias, entre vuestros amigos, en el seno de vuestras comunidades eclesiales y en los diversos ambientes en los que vivís y actuáis.


Pero, ¿qué es lo que hace realmente "jóvenes" en sentido evangélico? Este encuentro, que tiene lugar a la sombra de un santuario mariano, nos invita a contemplar a la Virgen. Por eso, nos preguntamos: ¿Cómo vivió María su juventud? ¿Por qué en ella se hizo posible lo imposible? Nos lo revela ella misma en el cántico del Magníficat: Dios "ha puesto los ojos en la humildad de su esclava" (Lc 1, 48).


Dios aprecia en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Y precisamente de la humildad nos hablan las otras dos lecturas de la liturgia de hoy. ¿No es una feliz coincidencia que se nos dirija este mensaje precisamente aquí, en Loreto? Aquí, nuestro pensamiento va naturalmente a la Santa Casa de Nazaret, que es el santuario de la humildad: la humildad de Dios, que se hizo carne, se hizo pequeño; y la humildad de María, que lo acogió en su seno. La humildad del Creador y la humildad de la criatura.


De ese encuentro de humildades nació Jesús, Hijo de Dios e Hijo del hombre. "Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia, pues grande es el poderío del Señor, y por los humildes es glorificado", nos dice el pasaje del Sirácida (Si 3, 18-20); y Jesús, en el evangelio, después de la parábola de los invitados a las bodas, concluye: "Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado" (Lc 14, 11).


Esta perspectiva que nos indican las Escrituras choca fuertemente hoy con la cultura y la sensibilidad del hombre contemporáneo. Al humilde se le considera un abandonista, un derrotado, uno que no tiene nada que decir al mundo. Y, en cambio, este es el camino real, y no sólo porque la humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió Cristo, el mediador de la nueva Alianza, el cual, "actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 8).


Queridos jóvenes, me parece que en estas palabras de Dios sobre la humildad se encierra un mensaje importante y muy actual para vosotros, que queréis seguir a Cristo y formar parte de su Iglesia. El mensaje es este: no sigáis el camino del orgullo, sino el de la humildad. Id contra corriente: no escuchéis las voces interesadas y persuasivas que hoy, desde muchas partes, proponen modelos de vida marcados por la arrogancia y la violencia, por la prepotencia y el éxito a toda costa, por el aparecer y el tener, en detrimento del ser.


Vosotros sois los destinatarios de numerosos mensajes, que os llegan sobre todo a través de los medios de comunicación social. Estad vigilantes. Sed críticos. No vayáis tras la ola producida por esa poderosa acción de persuasión. No tengáis miedo, queridos amigos, de preferir los caminos "alternativos" indicados por el amor verdadero: un estilo de vida sobrio y solidario; relaciones afectivas sinceras y puras; un empeño honrado en el estudio y en el trabajo; un interés profundo por el bien común.


No tengáis miedo de ser considerados diferentes y de ser criticados por lo que puede parecer perdedor o pasado de moda: vuestros coetáneos, y también los adultos, especialmente los que parecen más alejados de la mentalidad y de los valores del Evangelio, tienen profunda necesidad de ver a alguien que se atreva a vivir de acuerdo con la plenitud de humanidad manifestada por Jesucristo.


Así pues, queridos jóvenes, el camino de la humildad no es un camino de renuncia, sino de valentía. No es resultado de una derrota, sino de una victoria del amor sobre el egoísmo y de la gracia sobre el pecado. Siguiendo a Cristo e imitando a María, debemos tener la valentía de la humildad; debemos encomendarnos humildemente al Señor, porque sólo así podremos llegar a ser instrumentos dóciles en sus manos, y le permitiremos hacer en nosotros grandes cosas.
En María y en los santos el Señor obró grandes prodigios. Pienso, por ejemplo, en san Francisco de Asís y santa Catalina de Siena, patronos de Italia. Pienso también en jóvenes espléndidos, como santa Gema Galgani, san Gabriel de la Dolorosa, san Luis Gonzaga, santo Domingo Savio, santa María Goretti, que nació cerca de aquí, y los beatos Piergiorgio Frassati y Alberto Marvelli.


Y pienso también en numerosos muchachos y muchachas que pertenecen a la legión de santos "anónimos", pero que no son anónimos para Dios. Para él cada persona es única, con su nombre y su rostro. Como sabéis bien, todos estamos llamados a ser santos.


Como veis, queridos jóvenes, la humildad que el Señor nos ha enseñado y que los santos han testimoniado, cada uno según la originalidad de su vocación, no es ni mucho menos un modo de vivir abandonista. Contemplemos sobre todo a María: en su escuela, también nosotros podemos experimentar, como ella, el "sí" de Dios a la humanidad del que brotan todos los "sí" de nuestra vida.


En verdad, son numerosos y grandes los desafíos que debéis afrontar. Pero el primero sigue siendo siempre seguir a Cristo a fondo, sin reservas ni componendas. Y seguir a Cristo significa sentirse parte viva de su cuerpo, que es la Iglesia. No podemos llamarnos discípulos de Jesús si no amamos y no seguimos a su Iglesia. La Iglesia es nuestra familia, en la que el amor al Señor y a los hermanos, sobre todo en la participación en la Eucaristía, nos hace experimentar la alegría de poder gustar ya desde ahora la vida futura, que estará totalmente iluminada por el Amor.


Nuestro compromiso diario debe consistir en vivir aquí abajo como si estuviéramos allá arriba. Por tanto, sentirse Iglesia es para todos una vocación a la santidad; es compromiso diario de construir la comunión y la unidad venciendo toda resistencia y superando toda incomprensión. En la Iglesia aprendemos a amar educándonos en la acogida gratuita del prójimo, en la atención solícita a quienes atraviesan dificultades, a los pobres y a los últimos.


La motivación fundamental de todos los creyentes en Cristo no es el éxito, sino el bien, un bien que es tanto más auténtico cuanto más se comparte, y que no consiste principalmente en el tener o en el poder, sino en el ser. Así se edifica la ciudad de Dios con los hombres, una ciudad que crece desde la tierra y a la vez desciende del cielo, porque se desarrolla con el encuentro y la colaboración entre los hombres y Dios (cf. Ap 21, 2-3).


Seguir a Cristo, queridos jóvenes, implica además un esfuerzo constante por contribuir a la edificación de una sociedad más justa y solidaria, donde todos puedan gozar de los bienes de la tierra. Sé que muchos de vosotros os dedicáis con generosidad a testimoniar vuestra fe en varios ámbitos sociales, colaborando en el voluntariado, trabajando por la promoción del bien común, de la paz y de la justicia en cada comunidad. Uno de los campos en los que parece urgente actuar es, sin duda, el de la conservación de la creación.


A las nuevas generaciones está encomendado el futuro del planeta, en el que son evidentes los signos de un desarrollo que no siempre ha sabido tutelar los delicados equilibrios de la naturaleza. Antes de que sea demasiado tarde, es preciso tomar medidas valientes, que puedan restablecer una fuerte alianza entre el hombre y la tierra. Es necesario un "sí" decisivo a la tutela de la creación y un compromiso fuerte para invertir las tendencias que pueden llevar a situaciones de degradación irreversible.


Por eso, he apreciado la iniciativa de la Iglesia italiana de promover la sensibilidad frente a los problemas de la conservación de la creación estableciendo una Jornada nacional, que se celebra precisamente el 1 de septiembre. Este año la atención se centra sobre todo en el agua, un bien preciosísimo que, si no se comparte de modo equitativo y pacífico, se convertirá por desgracia en motivo de duras tensiones y ásperos conflictos.


Queridos jóvenes amigos, después de escuchar vuestras reflexiones de ayer por la tarde y de esta noche, dejándome guiar por la palabra de Dios, he querido comunicaros ahora estas consideraciones, que pretenden ser un estímulo paterno a seguir a Cristo para ser testigos de su esperanza y de su amor. Por mi parte, seguiré acompañándoos con mi oración y con mi afecto, para que prosigáis con entusiasmo el camino del Ágora, este singular itinerario trienal de escucha, diálogo y misión. Al concluir hoy el primer año con este estupendo encuentro, no puedo por menos de invitaros a mirar ya a la gran cita de la Jornada mundial de la juventud, que se celebrará en julio del año próximo en Sydney.


Os invito a prepararos para esa gran manifestación de fe juvenil meditando en mi Mensaje, que profundiza el tema del Espíritu Santo, para vivir juntos una nueva primavera del Espíritu. Os espero, por tanto, en gran número también en Australia, al concluir vuestro segundo año del Ágora.


Por último, volvamos una vez más nuestra mirada a María, modelo de humildad y de valentía. Ayúdanos, Virgen de Nazaret, a ser dóciles a la obra del Espíritu Santo, como lo fuiste tú. Ayúdanos a ser cada vez más santos, discípulos enamorados de tu Hijo Jesús. Sostén y acompaña a estos jóvenes, para que sean misioneros alegres e incansables del Evangelio entre sus coetáneos, en todos los lugares de Italia. Amén.