martes, 25 de diciembre de 2007

Navidad 2007:Misa de Medianoche , Homilia de Benedicto XVI




Queridos hermanos y hermanas:

«A María le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada» (cf. Lc 2,6s). Estas frases, nos llegan al corazón siempre de nuevo. Llegó el momento anunciado por el Ángel en Nazaret: «Darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo» (Lc 1,31). Llegó el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos, durante tantas horas oscuras, el momento en cierto modo esperado por toda la humanidad con figuras todavía confusas: que Dios se preocupase por nosotros, que saliera de su ocultamiento, que el mundo alcanzara la salvación y que Él renovase todo. Podemos imaginar con cuánta preparación interior, con cuánto amor, esperó María aquella hora. El breve inciso, «lo envolvió en pañales», nos permite vislumbrar algo de la santa alegría y del callado celo de aquella preparación. Los pañales estaban dispuestos, para que el niño se encontrara bien atendido. Pero en la posada no había sitio. En cierto modo, la humanidad espera a Dios, su cercanía. Pero cuando llega el momento, no tiene sitio para Él. Está tan ocupada consigo misma de forma tan exigente, que necesita todo el espacio y todo el tiempo para sus cosas y ya no queda nada para el otro, para el prójimo, para el pobre, para Dios. Y cuanto más se enriquecen los hombres, tanto más llenan todo de sí mismos y menos puede entrar el otro.

Juan, en su Evangelio, fijándose en lo esencial, ha profundizado en la breve referencia de san Lucas sobre la situación de Belén: “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (1,11). Esto se refiere sobre todo a Belén: el Hijo de David fue a su ciudad, pero tuvo que nacer en un establo, porque en la posada no había sitio para él. Se refiere también a Israel: el enviado vino a los suyos, pero no lo quisieron. En realidad, se refiere a toda la humanidad: Aquel por el que el mundo fue hecho, el Verbo creador primordial entra en el mundo, pero no se le escucha, no se le acoge.

En definitiva, estas palabras se refieren a nosotros, a cada persona y a la sociedad en su conjunto. ¿Tenemos tiempo para el prójimo que tiene necesidad de nuestra palabra, de mi palabra, de mi afecto? ¿Para aquel que sufre y necesita ayuda? ¿Para el prófugo o el refugiado que busca asilo? ¿Tenemos tiempo y espacio para Dios? ¿Puede entrar Él en nuestra vida? ¿Encuentra un lugar en nosotros o tenemos ocupado todo nuestro pensamiento, nuestro quehacer, nuestra vida, con nosotros mismos?

Gracias a Dios, la noticia negativa no es la única ni la última que hallamos en el Evangelio. De la misma manera que en Lucas encontramos el amor de su madre María y la fidelidad de san José, la vigilancia de los pastores y su gran alegría, y en Mateo encontramos la visita de los sabios Magos, llegados de lejos, así también nos dice Juan: «Pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Hay quienes lo acogen y, de este modo, desde fuera, crece silenciosamente, comenzando por el establo, la nueva casa, la nueva ciudad, el mundo nuevo. El mensaje de Navidad nos hace reconocer la oscuridad de un mundo cerrado y, con ello, se nos muestra sin duda una realidad que vemos cotidianamente. Pero nos dice también que Dios no se deja encerrar fuera. Él encuentra un espacio, entrando tal vez por el establo; hay hombres que ven su luz y la transmiten. Mediante la palabra del Evangelio, el Ángel nos habla también a nosotros y, en la sagrada liturgia, la luz del Redentor entra en nuestra vida. Si somos pastores o sabios, la luz y su mensaje nos llaman a ponernos en camino, a salir de la cerrazón de nuestros deseos e intereses para ir al encuentro del Señor y adorarlo. Lo adoramos abriendo el mundo a la verdad, al bien, a Cristo, al servicio de cuantos están marginados y en los cuales Él nos espera.

En algunas representaciones navideñas de la Baja Edad media y de comienzo de la Edad Moderna, el pesebre se representa como edificio más bien desvencijado. Se puede reconocer todavía su pasado esplendor, pero ahora está deteriorado, sus muros en ruinas; se ha convertido justamente en un establo. Aunque no tiene un fundamento histórico, esta interpretación metafórica expresa sin embargo algo de la verdad que se esconde en el misterio de la Navidad. El trono de David, al que se había prometido una duración eterna, está vacío. Son otros los que dominan en Tierra Santa. José, el descendiente de David, es un simple artesano; de hecho, el palacio se ha convertido en una choza. David mismo había comenzado como pastor. Cuando Samuel lo buscó para ungirlo, parecía imposible y contradictorio que un joven pastor pudiera convertirse en el portador de la promesa de Israel. En el establo de Belén, precisamente donde estuvo el punto de partida, vuelve a comenzar la realeza davídica de un modo nuevo: en aquel niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El nuevo trono desde el cual este David atraerá hacia sí el mundo es la Cruz. El nuevo trono –la Cruz- corresponde al nuevo inicio en el establo. Pero justamente así se construye el verdadero palacio davídico, la verdadera realeza. Así, pues, este nuevo palacio no es como los hombres se imaginan un palacio y el poder real. Este nuevo palacio es la comunidad de cuantos se dejan atraer por el amor de Cristo y con Él llegan a ser un solo cuerpo, una humanidad nueva. El poder que proviene de la Cruz, el poder de la bondad que se entrega, ésta es la verdadera realeza. El establo se transforma en palacio; precisamente a partir de este inicio, Jesús edifica la nueva gran comunidad, cuya palabra clave cantan los ángeles en el momento de su nacimiento: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama», hombres que ponen su voluntad en la suya, transformándose en hombres de Dios, hombres nuevos, mundo nuevo.

Gregorio de Nisa ha desarrollado en sus homilías navideñas la misma temática partiendo del mensaje de Navidad en el Evangelio de Juan: «Y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Gregorio aplica esta palabra de la morada a nuestro cuerpo, deteriorado y débil; expuesto por todas partes al dolor y al sufrimiento. Y la aplica a todo el cosmos, herido y desfigurado por el pecado. ¿Qué habría dicho si hubiese visto las condiciones en las que hoy se encuentra la tierra a causa del abuso de las fuentes de energía y de su explotación egoísta y sin ningún reparo? Anselmo de Canterbury, casi de manera profética, describió con antelación lo que nosotros vemos hoy en un mundo contaminado y con un futuro incierto: «Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habían sido creadas» (PL 158, 955s). Así, según la visión de Gregorio, el establo del mensaje de Navidad representa la tierra maltratada. Cristo no reconstruye un palacio cualquiera. Él vino para volver a dar a la creación, al cosmos, su belleza y su dignidad: esto es lo que comienza con la Navidad y hace saltar de gozo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la sintonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto con lo bajo, recupera su belleza, su dignidad. Así, pues, Navidad es la fiesta de la creación renovada. Los Padres interpretan el canto de los ángeles en la Noche santa a partir de este contexto: se trata de la expresión de la alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios. Para los Padres, forma parte del canto navideño de los ángeles el que ahora ángeles y hombres canten juntos y, de este modo, la belleza del cosmos se exprese en la belleza del canto de alabanza. El canto litúrgico –siempre según los Padres- tiene una dignidad particular porque es un cantar junto con los coros celestiales. El encuentro con Jesucristo es lo que nos hace capaces de escuchar el canto de los ángeles, creando así la verdadera música, que acaba cuando perdemos este cantar juntos y este sentir juntos.

En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo vino a la tierra. Por eso, de allí se difunde una luz para todos los tiempos; por eso, de allí brota la alegría y nace el canto. Al final de nuestra meditación navideña quisiera citar una palabra extraordinaria de san Agustín. Interpretando la invocación de la oración del Señor: “Padre nuestro que estás en los cielos”, él se pregunta: ¿qué es esto del cielo? Y ¿dónde está el cielo? Sigue una respuesta sorprendente: Que estás en los cielos significa: en los santos y en los justos. «En verdad, Dios no se encierra en lugar alguno. Los cielos son ciertamente los cuerpos más excelentes del mundo, pero, no obstante, son cuerpos, y no pueden ellos existir sino en algún espacio; mas, si uno se imagina que el lugar de Dios está en los cielos, como en regiones superiores del mundo, podrá decirse que las aves son de mejor condición que nosotros, porque viven más próximas a Dios. Por otra parte, no está escrito que Dios está cerca de los hombres elevados, o sea de aquellos que habitan en los montes, sino que fue escrito en el Salmo: “El Señor está cerca de los que tienen el corazón atribulado” (Sal 34 [33], 19), y la tribulación propiamente pertenece a la humildad. Mas así como el pecador fue llamado “tierra”, así, por el contrario, el justo puede llamarse “cielo”» (Serm. in monte II 5,17). El cielo no pertenece a la geografía del espacio, sino a la geografía del corazón. Y el corazón de Dios, en la Noche santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Y si salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el cielo. Entonces, se renueva también la tierra. Con la humildad de los pastores, pongámonos en camino, en esta Noche santa, hacia el Niño en el establo. Toquemos la humildad de Dios, el corazón de Dios. Entonces su alegría nos alcanzará y hará más luminoso el mundo. Amén.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Por la Familia cristiana




Pincha aqui y encontraras toda la imformacion sobre esta Gran Celebracion que organiza el Cardenal Antonio María Rouco Varela , Arzobispo de Madrid.

¡POR LA FAMILIA CRISTIANA: TODOS EN MADID EL DÍA 30!

sábado, 1 de diciembre de 2007

La castidad, la mejor preparación

«La castidad consiste en el dominio de sí, en la capacidad de orientar el instinto sexual al servicio del amor y de integrarlo en el desarrollo de la persona» 1 «La castidad cristiana supone superación del propio egoísmo, capacidad de sacrificio por el bien de los demás, nobleza y lealtad en el servicio y en el amor». 2

«La castidad es el gran éxito de los jóvenes antes del matrimonio. Es, además, la mejor forma de comprender y, sobre todo, de valorar el amor.
»No es una negación de la sexualidad, sino la mejor de las preparaciones para la vida conyugal.
»Porque es un entrenamiento en la generosidad, en el deber y en el dominio de sí mismo, cualidades tan importantes para el ejercicio de la sexualidad humana.
»En los jóvenes, la castidad entrena y forma la personalidad.
»Supone un esfuerzo que va dotando a la persona de solidez en la voluntad y de una sensación de posesión y dominio de sí mismo, que, a su vez, es fuente de profunda paz y alegría.
»Los jóvenes castos, normalmente, son más constantes en el trabajo y en el estudio, tienen más ilusiones, son más idealistas.
»La pureza es una virtud eminentemente positiva y constructiva que templa el carácter y lo fortalece. Produce paz, equilibrio de espíritu, armonía interior. Purifica el amor y lo eleva; es causa de alegría, de energía física y moral; de mayor rendimiento en el deporte y en el estudio, y prepara para el amor conyugal» 3.

El Papa Juan Pablo II dijo a los jóvenes en Lourdes el 15 de agosto de 1983: «Los que os hablan de un amor espontáneo y fácil os engañan.
»El amor según Cristo es un camino difícil y exigente. El ser lo que Dios quiere, exige un paciente esfuerzo, una lucha contra nosotros mismos. Hay que llamar por su nombre al bien y al mal» 4.

También Juan Pablo II dijo a los miles de jóvenes reunidos en Rímini (Italia) en agosto de 1985: «¿Quieres encerrarte en el círculo de tus instintos? En el hombre, a diferencia de los animales, el instinto no tiene derecho a tener la última palabra» 5.

Paul Claudel le escribe a su hijo:
«Mi querido hijo:
»No creas a los que te dicen que la juventud ha sido hecha para divertirse. La juventud no ha sido hecha para el placer sino para el heroísmo.
»Porque un joven necesita heroísmo para resistir a las tentaciones que le rodean» 6.

«Los jóvenes reciben de la oración fuego y entusiasmo para vivir con pureza y realizar su vocación humana y cristiana con un sereno dominio de sí y con una donación generosa a los demás» 7.

Lo que es imposible es guardar la pureza de cuerpo sin guardarla también de corazón y de pensamiento 8.

Si no vigilas tu imaginación y tus pensamientos, es imposible que guardes castidad.
El apetito sexual es sobre todo psíquico.
Si no se arrancan las raíces de la imaginación es imposible contener las consecuencias en la carne.
Por eso es necesario saber dominar la imaginación y los deseos.
El apetito sexual aumenta según la atención que se le preste.
Como los perros que ladran cuando se les mira, y se callan si no se les hace caso.

«La sexualidad ha de ser vivida bajo el signo de la cruz y la redención. Y desde esta perspectiva había que interrogarse sobre el valor positivo de la abstinencia sexual durante el noviazgo» 9.

La pureza no puede guardarse sin la mortificación de los sentidos.
Quien no quiere renunciar a los incentivos de la sensual vida moderna, que exaltan la concupiscencia, es natural que sea víctima de tentaciones perturbadoras, y que la caída sea inevitable.
La pureza no se puede guardar a medias.
Con nuestras solas fuerzas, tampoco; pero con el auxilio de Dios, sí.
Quien -con la ayuda de Dios- se decide a luchar con todas sus fuerzas, vence seguro.
No es que muera la inclinación, sino que será gobernada por las riendas de la razón.

«En la vida hay que entrenarse.
»Entrenarse es hacer un esfuerzo cuando no hace falta, para saber esforzarse cuando haga falta.
»El que no sabe decir no cuando pudiera decir sí, no sabrá decir no cuando tenga que decir no.
»El que no sabe privarse de lo lícito por ensayo, no sabrá privarse de lo ilícito cuando sea necesario» 10.

Muchos quieren liberarse de la moral católica que consideran represiva, y lo que hacen es caer en la esclavitud del pecado que degrada al hombre.
El yugo de Cristo es suave y ligero 11, si se lleva con amor y voluntad corredentora.

Dice el gran moralista belga José Creusen: «La impureza, sin ser el más grave de los pecados, es el más frecuente de los pecados graves.
»La castidad, sin ser la más perfecta de las virtudes, es una de las más necesarias. (...).
»En materia de castidad lo más fácil es el dominio completo. Andar a medias es muy peligroso» 12.

«La explotación de la sexualidad por sí misma y sobre todo, con el único fin de conseguir la satisfacción sexual, es funesta, tanto para la vida individual como colectiva» 13

Aunque los pornócratas, para defender su negocio, dicen que la virginidad ha dejado de ser virtud, y nos presentan la homosexualidad y la masturbación como cosas naturales, por encima de todas las palabras de los hombres está la ley de Dios que nos señala lo que es bueno y lo que es malo.

Hoy se oyen con frecuencia palabras de menosprecio hacia la virginidad. Generalmente provienen de personas que la han perdido.
Como en el cuento de la zorra y las uvas, es natural menospreciar lo que uno no es capaz de conseguir.
Pero las joyas no pierden valor porque haya personas que son incapaces de apreciarlas.

«Si hubiéramos de responder ateniéndonos a duros hechos externos que definen masivamente nuestra sociedad, tal vez hubiéramos de concluir que, a juicio de muchos, la castidad, hoy, es todo lo contrario de un valor: es un antivalor que hay que arrumbar para siempre. Si fue un valor, hoy es un lastre.
»Pero si la respuesta la damos analizando la naturaleza misma de la castidad, contrastada con el concepto filosófico del valor para el hombre, entonces hay que concluir que la castidad es un valor, un valor por sí mismo, primario y absoluto por su bondad intrínseca y por la conveniencia esencial con la naturaleza humana.
»Acaso todo depende del concepto que tengamos de castidad. Si la entendemos como una represión, una mutilación, un comportamiento negativo, una actitud desnaturalizante, entonces no es ni puede ser un valor.
»¿Qué es entonces la castidad? Sencillamente, la castidad es el ordenamiento de la potencialidad sexual del hombre en consonancia con su condición específica de persona racional, inteligente y autodeterminativa...
»Ser un esclavo de los instintos en el campo sexual, le convierte en animal, lo desnaturaliza de su condición de persona libre y de su condición de sujeto autodeterminativo. Usar mal de la capacidad sexual, es una traición a la sexualidad humana. Al ser la castidad la recta ordenación de las fuerzas sexuales y de la afectividad en el hombre en consonancia con los fines específicos de la sexualidad y con la condición integral de la persona como ser inteligente y dueño de sus instintos, no cabe duda que la castidad perfecciona al hombre en su misma condición de hombre. Una perfección en lo esencial siempre es un bien. El bien, en sus múltiples formas, es un valor.

»Una joven de 16 años dice:
»Con la castidad yo pienso que aprendemos a respetarnos a nosotros mismos y a no hacernos animales.
»Los animales lo hacen todo por instinto.
»Si nosotros no tuviéramos un principio regulador, un medio para dominar nuestros instintos nos haríamos como ellos.
»Es bonito que aprendamos a valorar algo que nosotros tenemos y ellos no tienen.
»Es una satisfacción disfrutar de algo adquirido por tu propio esfuerzo, por tu decisión, por tu voluntad.
»Con la castidad voluntaria yo me hago superior a los animales. Esto creo que tiene su belleza y su valor...
-¿Te es fácil vivir la castidad a los dieciséis años?
-En principio, me cuesta, como creo que les cuesta a los demás. Pero debo confesar que a mí me es fácil vivirla.
-¿Por qué te es fácil?
-En primer lugar, me doy cuenta de que no merece la pena perder la castidad por el placer sexual de un momento. Pero acaso me cueste poco por la educación que he recibido desde mi infancia...
-¿Encuentras valores en la castidad?
-El saber que nuestro cuerpo tiene un destino superior al de dejarlo aquí en la tierra. Los planes de Dios sobre los hombres nos hablan de una glorificación de nuestro cuerpo en la vida futura. Aparte de la glorificación corporal donada por Dios, tiene que ser también un don de este cuerpo, el haber sabido conservarlo íntegro, inmaculado, como Él nos lo

»Y una joven madre soltera contesta:
-En realidad, no ha sido la castidad mi fuerte. Para mí prácticamente no ha existido. No he sido casta. Pero hoy, que me he dado cuenta, la considero maravillosa. Para mí la castidad no ha entrado en mi vida por el hecho de haberme apartado de Dios. Hoy creo que la encontré y la veo fenomenal.
-¿Te atreverías a decirme por qué no has sido casta?
-Sí. No he sido casta por el hecho de no pensar, por vivir al margen de todo. Tal vez por comodidad, por dejadez. Te dejas llevar por cualquier impulso.
-¿Cuándo diste el cambio?
-Al mes de dar a luz tuve la oportunidad de estar sola, pensar mucho, y me di cuenta de que había algo más que todo aquello que había vivido. Y vi claro que aquel Dios que mis padres y mi colegio me habían enseñado, existía realmente y era algo verdadero... Si amo ahora la castidad es porque le amo a Él... Dios importa mucho para mi vida.
-¿Qué otros valores crees que tiene la castidad?
-Creo que hay otros valores. Antes, que no era casta, que me dejaba llevar por los impulsos, no era libre. En cambio, ahora que tiendo más a ser casta, me siento más libre, me he liberado de mis impulsos.
»Al dejar esos impulsos a un lado, el mismo cuerpo gana serenidad, dominio, salud, belleza.
»Y hasta dignidad, porque el cuerpo no debe ser sólo un instrumento del placer, sino un medio de realizarse en la vida cumpliendo una misión» 14.

Por otra parte, la castidad es fácil de guardar, si se busca el auxilio de la gracia de Dios, y se fortifica el alma con los sacramentos de la confesión y la comunión.
El mejor consejo que se puede dar al que ha empezado a rodar por la pendiente del vicio es comunión frecuente y confesión con un Director Espiritual fijo.
Es un remedio seguro para corregirse y salir del pecado. No hay pecador que resista.
El sacramento de la confesión, además de ser un remedio curativo, es un remedio preventivo.
La Comunión y la Dirección Espiritual dan fuerza y luz para obrar con eficacia.

«Se puede, por tanto, hablar, y hay que hacerlo, de un imperativo de la pureza que se impone a los novios, no como una coacción penosa cuya única finalidad sería crearles molestias, sino como una fuerza interior que vivifica el amor elevándolo y manteniéndolo en un plano superior.
»Esta pureza pretende estar libre de todo desprecio hacia el cuerpo y se basa, al contrario, sobre el respeto soberano a la carne, a la que restituye su equilibrio, eliminando los elementos de defección que son un peligro para ella.
»En cuanto al amor mismo, lo consolida; y prepara así la felicidad de que gozará la pareja cuando se halle ligada por la vida común» 15.

«El que la castidad prematrimonial sea perjudicial a la salud es ya un mito descartado hace tiempo por la ciencia médica y la psicología, y algo en que sólo tratan de creer los que buscan una excusa para no ser castos.
»Para Freud toda neurosis era de origen sexual. Hoy sus mismos discípulos no sostienen esta doctrina.
»Adler afirma: “No siendo verdad que la libido reprimida sea causa de la neurosis, el dar salida al instinto sexual no cura por sí mismo esta neurosis”.
»La castidad educa la voluntad por el vencimiento que supone. Una educación que no exige esfuerzos, conduce a la anarquía, no forma adultos sino desequilibrados, sin aptitud para hacer frente a las dificultades de la vida.
»El vencimiento propio es indispensable para la formación del ser humano. Decir que los impulsos sexuales son irresistibles no es científico.
»La biología moderna declara que los reflejos genitales pueden dominarse con el ejercicio de la voluntad.
»El poder del espíritu sobre el cuerpo, de lo psíquico sobre lo físico es muy grande. Esto lo confirma la psicología actual» 16.

«La castidad protege vuestro futuro amor. Los jóvenes que han sabido estar a la altura de su deber son los que sabrán después estar a la altura de su amor. El amor conyugal, les va a exigir entrega, generosidad y sacrificio, y ellos ya traen un buen entrenamiento en todo esto.
»Además, el mejor regalo que podréis haceros unos esposos es el de un cuerpo y un alma íntegros.
»La castidad juvenil es un esfuerzo. Pero es un esfuerzo que lleva consigo una recompensa inmensa.
»Un esfuerzo que va reforzando y madurando tu personalidad. Es un esfuerzo que lleva consigo una profunda alegría. Un esfuerzo que comprenden y practican los que saben qué es el amor» 17.

Los jóvenes reciben de la oración «fuerza y entusiasmo para vivir con pureza y realizar su vocación humana y cristiana con un sereno dominio de sí y con una donación generosa a los demás» 18.

El mundo se ríe de la pureza y de la castidad, como si se tratara de cosas trasnochadas y pasadas de moda.
El mundo dice: «Hay que darse el máximo de satisfacciones en la vida».
Pero Cristo dice: «Véncete a ti mismo, toma tu cruz, procura entrar por la puerta estrecha» 19.
El mundo dice: «¡Hay que liberarse de viejos tabúes!».
Pero Cristo dijo: «Bienaventurados los limpios de corazón» 20.
El mundo dice: «El amor no es pecado. Lo que se hace por amor es bueno». Pero la Biblia limita las relaciones sexuales al matrimonio: «Absteneos de la fornicación» 21 «Dios juzgará a los fornicarios y a los adúlteros»22.



1. Sagrada Congregación para la educación católica: Pautas de educación sexual, nº 18. Revista ECCLESIA, 2155 (24-XII-83)23
2. Conferencia Episcopal Española: Ésta es nuestra fe, 2ª, III, 7, 2, 1, b. EDICE. Madrid, 1986.
3. MANUEL VIERA: Vida sexual y psicología moderna, VI, 1. Ed. Mensajero. Bilbao.
4. Diario YA, 16-VIII-83, pg. 15
5. Diario YA, 27-VIII-85, pg. 30
6. BERNABÉ TIERNO: Valores humanos, 4º, III, 2. Ed. Taller de Ediciones. Madrid. 1998.
7. Sagrada Congregación para la Educación Católica: Orientaciones sobre el Amor Humano, 46
ar8. ANTONIO ROYO MARÍN, O.P: Teología Moral para seglares, 1º, 2ª, II, nº 492s. Ed.BAC.Madrid.
9. R. SIMÓN: Una educación sexual dinámica, Colofón. Ed. FAX. Madrid.
10. EDUARDO ARCUSA, S.I.: Eternas Preguntas, VIII, 4. Ed. Balmes. Barcelona
11. Evangelio de SAN MATEO, 11:28ss
12. EDUARDO ARCUSA, S.I.: Eternas preguntas, IV, 2. Ed. Balmes. Barcelona.
13. Varios autores: Sexualidad y vida cristiana, 3ª, VI. Ed. Sal Terrae. Santander, 1982.
14. J. R. LEBRATO: Junto al erotismo, 1ª, II. Ed. Studium. Madrid, 1974. Breve pero interesantísimo libro en el que se exponen unas entrevistas sobre la castidad a gran variedad de personas.
15. CHARBONNEAU: Noviazgo y felicidad, VI, 3. Ed. Herder. Barcelona, 1970
16. MANUEL VIERA: Vida sexual y psicología moderna, VI, 1. Ed. Mensajero. Bilbao
17. ROBINSON: Educación sexual y conyugal, 1ª, III, 12. Ed. Mensajero. Bilbao. Precioso libro que deberían leer todos los jóvenes a partir de los 18 años. Informa admirablemente de todo lo que deben saber los jóvenes y los esposos sobre la vida sexual.
18. Sagrada Congregación para la Educación Católica: Orientaciones educativas sobre el amor humano, nº 46
19. Evangelio de SAN MATEO, 16:24
20. Evangelio de SAN MATEO, 5:8
21. SAN PABLO: Primera Carta a los Tesalonicenses, 4:3
22. Carta a los Hebreos, 13:4

Spe salvi - Salvados en la Esperanza



SPE SALVI - Documento íntegro en castellano.

Solemnidad de Jesucristo , Rey del Universo - Homilia de Benedicto XVI



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

Este año la solemnidad de Cristo, Rey del universo, coronamiento del año litúrgico, se enriquece con la acogida en el Colegio cardenalicio de veintitrés nuevos miembros, a quienes, según la tradición, he invitado hoy a concelebrar conmigo la Eucaristía. A cada uno de ellos dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo con afecto fraterno a todos los cardenales presentes. Además, me alegra saludar a las delegaciones que han venido de diversos países y al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede; a los numerosos obispos y sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a todos los fieles, especialmente a los provenientes de las diócesis encomendadas a la solicitud pastoral de algunos de los nuevos cardenales.

La solemnidad litúrgica de Cristo Rey da a nuestra celebración una perspectiva muy significativa, delineada e iluminada por las lecturas bíblicas. Nos encontramos como ante un imponente fresco con tres grandes escenas: en el centro, la crucifixión, según el relato del evangelista san Lucas; a un lado, la unción real de David por parte de los ancianos de Israel; al otro, el himno cristológico con el que san Pablo introduce la carta a los Colosenses. En el conjunto destaca la figura de Cristo, el único Señor, ante el cual todos somos hermanos. Toda la jerarquía de la Iglesia, todo carisma y todo ministerio, todo y todos estamos al servicio de su señorío.

Debemos partir del acontecimiento central: la cruz. En ella Cristo manifiesta su realeza singular. En el Calvario se confrontan dos actitudes opuestas. Algunos personajes que están al pie de la cruz, y también uno de los dos ladrones, se dirigen con desprecio al Crucificado: "Si eres tú el Cristo, el Rey Mesías —dicen—, sálvate a ti mismo, bajando del patíbulo". Jesús, en cambio, revela su gloria permaneciendo allí, en la cruz, como Cordero inmolado.

Con él se solidariza inesperadamente el otro ladrón, que confiesa implícitamente la realeza del justo inocente e implora: "Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino" (Lc 23, 42). San Cirilo de Alejandría comenta: "Lo ves crucificado y lo llamas rey. Crees que el que soporta la burla y el sufrimiento llegará a la gloria divina" (Comentario a san Lucas, homilía 153). Según el evangelista san Juan, la gloria divina ya está presente, aunque escondida por la desfiguración de la cruz. Pero también en el lenguaje de san Lucas el futuro se anticipa al presente cuando Jesús promete al buen ladrón: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43).

San Ambrosio observa: "Este rogaba que el Señor se acordara de él cuando llegara a su reino, pero el Señor le respondió: "En verdad, en verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso". La vida es estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino" (Exposición sobre el evangelio según san Lucas 10, 121). Así, la acusación: "Este es el rey de los judíos", escrita en un letrero clavado sobre la cabeza de Jesús, se convierte en la proclamación de la verdad. San Ambrosio afirma también: "Justamente la inscripción está sobre la cruz, porque el Señor Jesús, aunque estuviera en la cruz, resplandecía desde lo alto de la cruz con una majestad real" (ib., 10, 113).

La escena de la crucifixión en los cuatro evangelios constituye el momento de la verdad, en el que se rasga el "velo del templo" y aparece el Santo de los santos. En Jesús crucificado se realiza la máxima revelación posible de Dios en este mundo, porque Dios es amor, y la muerte de Jesús en la cruz es el acto de amor más grande de toda la historia.

Pues bien, en el anillo cardenalicio que dentro de poco entregaré a los nuevos miembros del sagrado Colegio está representada precisamente la crucifixión. Queridos hermanos neo-cardenales, para vosotros será siempre una invitación a recordar de qué Rey sois servidores, a qué trono fue elevado y cómo fue fiel hasta el final para vencer el pecado y la muerte con la fuerza de la misericordia divina. La madre Iglesia, esposa de Cristo, os da esta insignia como recuerdo de su Esposo, que la amó y se entregó a sí mismo por ella (cf. Ef 5, 25). Así, al llevar el anillo cardenalicio, recordáis constantemente que debéis dar la vida por la Iglesia.

Si dirigimos ahora la mirada a la escena de la unción real de David, presentada por la primera lectura, nos impresiona un aspecto importante de la realeza, es decir, su dimensión "corporativa". Los ancianos de Israel van a Hebrón y sellan una alianza con David, declarando que se consideran unidos a él y quieren ser uno con él. Si referimos esta figura a Cristo, me parece que vosotros, queridos hermanos cardenales, podéis muy bien hacer vuestra esta profesión de alianza. También vosotros, que formáis el "senado" de la Iglesia, podéis decir a Jesús: "Nos consideramos como tus huesos y tu carne" (2 S 5, 1). Pertenecemos a ti, y contigo queremos ser uno. Tú eres el pastor del pueblo de Dios; tú eres el jefe de la Iglesia (cf. 2 S 5, 2). En esta solemne celebración eucarística queremos renovar nuestro pacto contigo, nuestra amistad, porque sólo en esta relación íntima y profunda contigo, Jesús, nuestro Rey y Señor, asumen sentido y valor la dignidad que nos ha sido conferida y la responsabilidad que implica.

Ahora nos queda por admirar la tercera parte del "tríptico" que la palabra de Dios pone ante nosotros: el himno cristológico de la carta a los Colosenses. Ante todo, hagamos nuestro el sentimiento de alegría y de gratitud del que brota, porque el reino de Cristo, la "herencia del pueblo santo en la luz", no es algo que sólo se vislumbre a lo lejos, sino que es una realidad de la que hemos sido llamados a formar parte, a la que hemos sido "trasladados", gracias a la obra redentora del Hijo de Dios (cf. Col 1, 12-14).

Esta acción de gracias impulsa el alma de san Pablo a la contemplación de Cristo y de su misterio en sus dos dimensiones principales: la creación de todas las cosas y su reconciliación. En el primer aspecto, el señorío de Cristo consiste en que "todo fue creado por él y para él (...) y todo se mantiene en él" (Col 1, 16). La segunda dimensión se centra en el misterio pascual: mediante la muerte en la cruz del Hijo, Dios ha reconciliado consigo a todas las criaturas y ha pacificado el cielo y la tierra; al resucitarlo de entre los muertos, lo ha hecho primicia de la nueva creación, "plenitud" de toda realidad y "cabeza del Cuerpo" místico que es la Iglesia (cf. Col 1, 18-20). Estamos nuevamente ante la cruz, acontecimiento central del misterio de Cristo. En la visión paulina, la cruz se enmarca en el conjunto de la economía de la salvación, donde la realeza de Jesús se manifiesta en toda su amplitud cósmica.

Este texto del Apóstol expresa una síntesis de verdad y de fe tan fuerte que no podemos menos de admirarnos profundamente. La Iglesia es depositaria del misterio de Cristo: lo es con toda humildad y sin sombra de orgullo o arrogancia, porque se trata del máximo don que ha recibido sin mérito alguno y que está llamada a ofrecer gratuitamente a la humanidad de todas las épocas, como horizonte de significado y de salvación. No es una filosofía, no es una gnosis, aunque incluya también la sabiduría y el conocimiento. Es el misterio de Cristo; es Cristo mismo, Logos encarnado, muerto y resucitado, constituido Rey del universo.

¿Cómo no experimentar un intenso entusiasmo, lleno de gratitud, por haber sido admitidos a contemplar el esplendor de esta revelación? ¿Cómo no sentir al mismo tiempo la alegría y la responsabilidad de servir a este Rey, de testimoniar con la vida y con la palabra su señorío?
Venerados hermanos cardenales, esta es, de modo particular, nuestra misión: anunciar al mundo la verdad de Cristo, esperanza para todo hombre y para toda la familia humana. En la misma línea del concilio ecuménico Vaticano II, mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II fueron auténticos heraldos de la realeza de Cristo en el mundo contemporáneo. Y es para mí motivo de consuelo poder contar siempre con vosotros, sea colegialmente, sea de modo individual, para cumplir también yo esta misión fundamental del ministerio petrino.

Hay un aspecto, unido estrechamente a esta misión, que quiero tratar al final y encomendar a vuestra oración: la paz entre todos los discípulos de Cristo, como signo de la paz que Jesús vino a establecer en el mundo. Hemos escuchado en el himno cristológico la gran noticia: Dios quiso "pacificar" el universo mediante la cruz de Cristo (cf. Col 1, 20). Pues bien, la Iglesia es la porción de humanidad en la que ya se manifiesta la realeza de Cristo, que tiene como expresión privilegiada la paz. Es la nueva Jerusalén, aún imperfecta porque peregrina en la historia, pero capaz de anticipar, en cierto modo, la Jerusalén celestial.

Por último, podemos referirnos aquí al texto del salmo responsorial, el 121: pertenece a los así llamados "cantos de las subidas", y es el himno de alegría de los peregrinos que suben hacia la ciudad santa y, al llegar a sus puertas, le dirigen el saludo de paz: shalom. Según una etimología popular, Jerusalén significaba precisamente "ciudad de la paz", la paz que el Mesías, hijo de David, establecería en la plenitud de los tiempos. En Jerusalén reconocemos la figura de la Iglesia, sacramento de Cristo y de su reino.

Queridos hermanos cardenales, este salmo expresa bien el ardiente canto de amor a la Iglesia que vosotros ciertamente lleváis en el corazón. Habéis dedicado vuestra vida al servicio de la Iglesia, y ahora estáis llamados a asumir en ella una tarea de mayor responsabilidad. Debéis hacer plenamente vuestras las palabras del salmo: "Desead la paz a Jerusalén" (v. 6). Que la oración por la paz y la unidad constituya vuestra primera y principal misión, para que la Iglesia sea "segura y compacta" (v. 3), signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).

Pongo, más bien, pongamos todos juntos esta misión bajo la protección solícita de la Madre de la Iglesia, María santísima. A ella, unida al Hijo en el Calvario y elevada como Reina a su derecha en la gloria, le encomendamos a los nuevos purpurados, al Colegio cardenalicio y a toda la comunidad católica, comprometida a sembrar en los surcos de la historia el reino de Cristo, Señor de la vida y Príncipe de la paz.

Consistorio para creacion de nuevos cardenales-Homilia de Benedicto XVI



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

En esta basílica vaticana, corazón del mundo cristiano, se renueva hoy un significativo y solemne acontecimiento eclesial: el consistorio ordinario público para la creación de veintitrés nuevos cardenales, con la imposición de la birreta y la asignación del título. Es un acontecimiento que suscita cada vez una emoción especial, y no sólo en los que con estos ritos son admitidos a formar parte del Colegio cardenalicio, sino en toda la Iglesia, gozosa por este elocuente signo de unidad católica.

La ceremonia misma, en su estructura, pone de relieve el valor de la tarea que los nuevos cardenales están llamados a realizar colaborando estrechamente con el Sucesor de Pedro, e invita al pueblo de Dios a orar para que en su servicio estos hermanos nuestros permanezcan siempre fieles a Cristo hasta el sacrificio de su vida, si fuera necesario, y se dejen guiar únicamente por su Evangelio. Así pues, nos unimos con fe a ellos y elevamos ante todo al Señor nuestra oración de acción de gracias.

En este clima de alegría y de intensa espiritualidad, os saludo con afecto a cada uno de vosotros, queridos hermanos, que desde hoy sois miembros del Colegio cardenalicio, elegidos para ser, según una antigua institución, los consejeros y colaboradores más cercanos del Sucesor de Pedro en la guía de la Iglesia.

Saludo y doy las gracias al arzobispo Leonardo Sandri, que en vuestro nombre me ha dirigido unas palabras amables y devotas, subrayando al mismo tiempo el significado y la importancia del momento eclesial que estamos viviendo. Además, siento el deber de recordar a monseñor Ignacy Jez, al que el Dios de toda gracia llamó a sí poco antes del nombramiento, para darle una corona muy diferente: la de la gloria eterna en Cristo.

Mi saludo cordial se dirige, asimismo, a los señores cardenales presentes y también a los que no han podido estar físicamente con nosotros, pero están unidos espiritualmente a nosotros. La celebración del consistorio siempre es una ocasión providencial para dar urbi et orbi, a la ciudad de Roma y al mundo entero, el testimonio de la singular unidad que congrega a los cardenales en torno al Papa, obispo de Roma.

En una circunstancia tan solemne dirijo también un saludo respetuoso y deferente a las delegaciones de los Gobiernos y a las personalidades que han venido de todas las partes del mundo, así como a los familiares, a los amigos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a los fieles de las diversas Iglesias locales de donde provienen los nuevos purpurados.

Saludo, por último, a todos los que se han dado cita aquí para acompañarlos y expresarles su estima y su afecto con una alegría festiva.

Con esta celebración, queridos hermanos, sois insertados con pleno título en la veneranda Iglesia de Roma, cuyo pastor es el Sucesor de Pedro. En el Colegio de los cardenales revive así el antiguo presbyterium del Obispo de Roma, cuyos componentes, mientras desempeñaban funciones pastorales y litúrgicas en las diversas iglesias, le prestaban su valiosa colaboración en lo relativo al cumplimiento de las tareas vinculadas a su ministerio apostólico universal.

Los tiempos han cambiado y la gran familia de los discípulos de Cristo se encuentra hoy esparcida por todos los continentes hasta los lugares más lejanos de la tierra, habla prácticamente todas las lenguas del mundo y pertenecen a ella pueblos de todas las culturas. La diversidad de los miembros del Colegio cardenalicio, tanto por su procedencia geográfica como cultural, pone de relieve este crecimiento providencial y al mismo tiempo destaca las nuevas exigencias pastorales a las que el Papa debe responder. Por tanto, la universalidad, la catolicidad de la Iglesia se refleja muy bien en la composición del Colegio de los cardenales: muchísimos son pastores de comunidades diocesanas; otros están al servicio directo de la Sede apostólica; y otros han prestado servicios beneméritos en sectores pastorales específicos.

Cada uno de vosotros, queridos y venerados hermanos neo-cardenales, representa, por consiguiente, una porción del articulado Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia extendida por doquier. Sé bien cuánto esfuerzo y sacrificio implica hoy la atención pastoral de las almas, pero conozco la generosidad que sostiene vuestra actividad apostólica diaria. Por eso, en la circunstancia que estamos viviendo, quiero confirmaros mi sincero aprecio por el servicio fielmente prestado durante tantos años de trabajo en los diversos ámbitos del ministerio eclesial, un servicio que ahora, con la elevación a la púrpura, estáis llamados a realizar con una responsabilidad aún mayor, en una comunión muy íntima con el Obispo de Roma.

Pienso ahora con afecto en las comunidades encomendadas a vuestra solicitud y, de modo especial, a las más probadas por el sufrimiento, por desafíos y dificultades de diverso tipo. Entre ellas, en este momento de alegría, no puedo menos de dirigir la mirada con preocupación y afecto a las queridas comunidades cristianas que se encuentran en Irak. Estos hermanos y hermanas nuestros en la fe experimentan en su propia carne las consecuencias dramáticas de un conflicto persistente y viven actualmente en una situación política muy frágil y delicada.

Al llamar a entrar en el Colegio de los cardenales al Patriarca de la Iglesia caldea, quise expresar de modo concreto mi cercanía espiritual y mi afecto a esas poblaciones. Queridos y venerados hermanos, juntos queremos reafirmar la solidaridad de la Iglesia entera con los cristianos de esa amada tierra e invitar a implorar de Dios misericordioso, para todos los pueblos implicados, la llegada de la anhelada reconciliación y de la paz.

Hemos escuchado hace poco la palabra de Dios que nos ayuda a comprender mejor el momento solemne que estamos viviendo. En el pasaje evangélico, Jesús nos acaba de recordar por tercera vez el destino que le espera en Jerusalén, pero la ambición de los discípulos prevalece sobre el miedo que se había apoderado de ellos durante unos instantes.

Después de la confesión de Pedro en Cesarea y de la discusión a lo largo del camino sobre quién de ellos era el mayor, la ambición impulsa a los hijos de Zebedeo a reivindicar para sí los mejores puestos en el reino mesiánico, al final de los tiempos. En la carrera hacia los privilegios, los dos saben bien lo que quieren, al igual que los otros diez, a pesar de su "virtuosa" indignación. Pero, en realidad, no saben lo que piden. Es Jesús quien se lo hace comprender, hablando en términos muy diversos del "ministerio" que les espera. Corrige la burda concepción que tienen del mérito, según la cual el hombre puede adquirir derechos con respecto a Dios.

El evangelista san Marcos nos recuerda, queridos y venerados hermanos, que todo verdadero discípulo de Cristo sólo puede aspirar a una cosa: a compartir su pasión, sin reivindicar recompensa alguna. El cristiano está llamado a asumir la condición de "siervo" siguiendo las huellas de Jesús, es decir, gastando su vida por los demás de modo gratuito y desinteresado. Lo que debe caracterizar todos nuestros gestos y nuestras palabras no es la búsqueda del poder y del éxito, sino la humilde entrega de sí mismo por el bien de la Iglesia.

En efecto, la verdadera grandeza cristiana no consiste en dominar, sino en servir. Jesús nos repite hoy a cada uno que él "no ha venido para ser servido sino para servir y dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). Este es el ideal que debe orientar vuestro servicio. Queridos hermanos, al entrar a formar parte del Colegio de los cardenales, el Señor os pide y os encomienda el servicio del amor: amor a Dios, amor a su Iglesia, amor a los hermanos con una entrega máxima e incondicional, usque ad sanguinis effusionem, como reza la fórmula de la imposición de la birreta y como lo muestra el color púrpura del vestido que lleváis.

Sed apóstoles de Dios, que es Amor, y testigos de la esperanza evangélica: esto es lo que espera de vosotros el pueblo cristiano. Esta ceremonia subraya la gran responsabilidad que tenéis cada uno de vosotros, venerados y queridos hermanos, y que encuentra confirmación en las palabras del apóstol san Pedro que acabamos de escuchar: "Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15). Esa responsabilidad no libra de los peligros, pero, como recuerda también san Pedro, "más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal" (1 P 3, 17). Cristo os pide que confeséis ante los hombres su verdad, que abracéis y compartáis su causa, y que realicéis todo esto "con dulzura y respeto, con buena conciencia" (1 P 3, 15-16), es decir, con la humildad interior que es fruto de la cooperación con la gracia de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, mañana, en esta misma basílica, tendré la alegría de celebrar la Eucaristía, en la solemnidad de Cristo, Rey del universo, juntamente con los nuevos cardenales, y les entregaré el anillo. Será una ocasión muy importante y oportuna para reafirmar nuestra unidad en Cristo y para renovar la voluntad común de servirle con total generosidad. Acompañadlos con vuestra oración, para que respondan al don recibido con una entrega plena y constante.

A María, Reina de los Apóstoles, nos dirigimos ahora con confianza. Que su presencia espiritual hoy, en este cenáculo singular, sea para los nuevos cardenales y para todos nosotros prenda de la constante efusión del Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a lo largo de su camino en la historia. Amén.