lunes, 17 de septiembre de 2007

Jesús de Nazaret por Juan Manuel de Prada de ABC

En el prólogo a su más reciente libro, Jesús de Nazaret (La Esfera de los Libros), Benedicto XVI renuncia modestamente a su infalibilidad papal. No desea que su obra, pese a penetrar en el más íntimo meollo de la fe, sea considerado un acto de magisterio, sino «únicamente expresión de un búsqueda personal del rostro del Señor». En esa renuncia creo que se resume la actitud intelectual de Ratzinger, un teólogo deseoso de confrontar los misterios de la fe con los retos de la razón, deseoso también de incardinar esos misterios en el debate de nuestro tiempo.

El libro de Ratzinger está concebido como una refutación respetuosa de los estudios exgéticos que han agrandado la grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe». Para su autor, la fe en Cristo pierde su significado primordial, su razón de ser, si desligamos al hombre Jesús de la imagen que de Él nos muestran los Evangelios; sin su enraizamiento en Dios, la persona de Jesús se torna vaga, delicuescente, irreal en definitiva. Cierta exégesis -y con ella, la cultura predominante- ha querido convertir a Jesús en un rabí que expone enseñanzas éticas y una teología simplificada con parábolas fácilmente inteligibles.


Pero nadie hubiese crucificado a un rabino que relata amenas historias de trasfondo moral; a Jesús lo crucifican porque se declara sin ambages Hijo de Dios. Jesús no era tan sólo un moralista, ni siquiera el fundador de una nueva religión; el tema más profundo de su predicación es su propio misterio, el misterio del Hijo, que trae el Reino de Dios al mundo, que hace presente a Dios en medio de los hombres. No hay interpretación más traicionera de Jesús -viene a decirnos Ratzinger- que aquella que pretende presentar el todo por la parte; sobre todo cuando esa parte limita y empobrece la figura de Jesús, mutilando su naturaleza.Jesús no puede entenderse si antes no se comprende su íntima comunión con el Padre. Esta es la tesis última que nos propone el libro de Benedicto XVI, que no es un libro escrito contra la exégesis moderna, sino que por el contrario incorpora sus valiosas aportaciones. Pero la mera aproximación histórica o crítica, desgajada de una aproximación desde la fe, convierte los Evangelios en letra muerta, en un mero repertorio de máximas éticas.


En apenas veinte años tras la muerte de Jesús, las primitivas comunidades cristianas ya habían elaborado una cristología compleja y perfectamente desarrollada, como queda patente en la Carta a los Filipenses. ¿Cómo puede explicarse que grupos todavía pequeños, impregnados de una cultura pagana o inmersos en el judaísmo, integrados por gentes legas en asuntos teológicos, hubiesen alcanzado tal grado de complejidad intelectual? ¿No resulta acaso más lógico y convincente, antes que atribuir esta cristología tan elaborada a una fabricación meramente humana, suponer que su grandeza residía precisamente en su origen, en la propia figura de Jesús, que había hecho añicos las categorías humanas?Cuando analiza el pasaje de las tentaciones de Jesús, Benedicto XVI nos brinda la clave para entender la razón de esas visiones limitadoras que prescinden del Jesús de la fe.


Y la clave es, a la postre, el núcleo de toda tentación, que no es otro tratar de poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconociendo como verdaderas sólo las realidades materiales y postergando el misterio, como si fuese algo ilusorio, incluso superfluo o molesto. En Jesús de Nazaret, mediante una catequesis riquísima en significaciones sobre el Sermón de la Montaña, sobre el Padrenuestro, sobre las principales parábolas de Jesús, sobre las grandes imágenes del Evangelio de Juan, sobre los nombres con los que Jesús se designa a sí mismo, Benedicto XVI nos permite adentrarnos en el misterio del Hijo que viene a traer el Reino de Dios, que Él mismo es ese Reino, encarnado en la frágil sustancia humana.


Y lo hace, además, en un estilo frugal, matinal, candeal, de una limpidez que hace de las más arduas cuestiones teológicas un ameno y practicable paisaje. Cuando cerramos este hermoso libro ya podemos, como Pedro, responder a la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

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